
Nostalgia del pan con empanada
Cuando estaba en el colegio, prefiero no decir en cual para no acordarme mucho, no veía la hora de que sonara la campana que anunciaba el recreo, para correr a la tienda a comprar mi pan con empanada que fue mi mediamañana por muchos años, casi todos memorables hasta que llegó la trigonometría a despertarme y enseñarme que la vida no era tan fácil.
Acompañábamos esta delicia de infancia feliz con salsa de ají dulce y para tomar tamarindo, vinol, castalia, lima-limón, piña, naranjada, uva o kol-cana, cartaroja, limonada o el inolvidable tutifruti de coco que casi nadie recuerda y que nunca entendí por qué lo sacaron del mercado si era el mejor.
Todo este preámbulo de recuerdos digestivos para contar que hace poco retomé la bella costumbre del pan con empanada y llevé a mis hijos y a mi mujer a probarlos medio engañados ya que no son amantes como yo de La Mayorista y prefieren los palitos de queso de club que yo detesto con el alma (los palitos y el club). Con los años me di cuenta de que este casao cargado de ricas calorías criollas no era exclusivo de mi colegio y a mucha gente le he oído la misma historia con saudade gustativa.
Donde me estoy comiendo esta maravilla, encontré un gran repertorio de exquisiteces de vitrina tradicionales antioqueñas de esas que se han ido olvidando con el tiempo, pero que aquí conservan con maestría y genialidad, gracias a lo cual mantienen largas y permanentes filas. Entre otras cosas, allí me encuentro con gran parte de mis amigos de Las Malvinas desayunando, a los camioneros que llegan de todo el país, montones de extranjeros en bermudas sin bañarse y quién lo creyera a mucha gente del club que tiene muy buen gusto como yo.
Amo hacer esa fila ya que me veo flaco en medio de tantos estómagos voluminosos que comen fritos, harinas y grasa sin remordimientos. En estos días le oí decir a la gran chef Mariana Arango, afortunada sílfide que se alimenta como cualquier cardenal platudo, que no hay un estado más lamentable para el ser humano que una dieta, si señora, tiene toda la razón.
Sin más rodeos, el sito que me enamoró con su propuesta de panadería, repostería y pastelería típica antioqueña es El Bartolillo, frente a Pacardyl. Esta maravilla de la creación, me devuelve a la mejor época de mi vida con sus lenguas perfectas, merengues arrebatadores, rollos liberales, galletas pueblerinas de colores, crocantes pasteles de sal y de dulce horneados o fritos en masa de maíz o pasta hojaldrada, mortales empanadas de arroz con carne en polvo y tradicionales de papa, tortas de pescado o de carne sobre arepa, pandequesos, almojábanas, panes de tienda con queso o rellenos con salchicha y corazones gigantes azucarados.
Tienen todo un surtido de una especie de carimañolas o croquetas deliciosas con distintos rellenos que venden listas o congeladas. Al medio día se hacen largas filas detrás de su arroz con pollo casero impecable. Para más dicha y justificar el delicioso pecado mortal, envidia de mi dietista y mi mujer, aprovecho y me tomo dos vasos gigantes de claro helado.
Para mí El Bartolillo ha sido la oportunidad perfecta para que mis hijos, descubran la riqueza de los sabores ancestrales paisas, tristemente en desuso, conservados por muy pocos soñadores de pueblos y tiendas de esquina que se resisten a dejar morir estas bellas tradiciones. Allí soy muy feliz.