
La casona que sobrevive en Los Benedictinos
En medio de edificios y transitadas vías viven 5 de los 17 hermanos de toda una vida en Los Benedictinos, Envigado. Doña Marta nos recibió la visita.
“Acá mantenemos bien. Si hay calor, uno se sale y todo cambia. Si es de hacer algo distinto, se monta leña en el patio y se saca la olla para hacer natilla, buñuelos, sancocho o una frijolada. La vida acá no se siente, los carros no le han ganado la pelea a la casa y uno se despierta con el sonido de los animalitos, muchos vienen porque buscan árboles, y acá hay bastantes. El ruido de la calle no espanta este ritmo de vida”.
“(…) Esta zona ha evolucionado mucho, con vías nuevas, edificios sobre edificios y más edificios. Pero nosotros nunca hemos querido dejar la casa, mis papás se mataron para que la conserváramos, y así haremos. La casa durará hasta que se muera el último que vive en ella. Sí nos han ofrecido, ¡claro, con este puntazo!, pero aviso de venta no hay, queremos seguir viviendo aquí”.
Como una de las “muchas personas que pasan por acá y se detienen para admirar la casa, para decirle cosas bonitas” resultamos al frente de doña Marta Cecilia. Las palabras mencionadas hasta ahora son de ella, hija de Luis María Vasco y Rosana Gaviria. Melliza de Alberto y hermana de otros 15. Envigadeña de siempre desde hace casi 70 años y habitante de una vieja casona a la que nuestro lector Luis Alfonso Yepes nos presentó como una “sobreviviente de Los Benedictinos, por ahora”.
Sobrevive al inicio de la loma que lleva ese nombre, en la calle 24 sur con placa 39-159, en el mismo lugar donde la levantó con sus manos don Luis María, él solo, hace más de 100 años. En el terreno donde antes había solo fincas y en el que florece desde hace años un amplio jardín de edificios. Sobrevive imponente, blanca y decorada con colores vivos en los que predomina el naranjado, de los preferidos de don Luis.
Resultamos pues parados frente a ella, justo al lado de un pequeño aviso de “cremas a $ 500”, difícil de leer a lo lejos y con el que nadie le apostaría a esa venta de helados, pero que se equivocaría en el mismo instante en que se entere de que el negocio lleva más de 50 años. Al igual que esas personas de las que habló, le admiré su casa y, contrario a lo que hace siempre (ante todo, precavida), nos dejó pasar a conocerla.
Salvo la pintura, que hay que ir reforzando, todo se conserva tal cual desde su construcción. La entrada es un gran balcón, desde él se ven los centenares de vehículos que a diario transitan por Los Benedictinos, los edificios y el tradicional colegio. Pero adentro es otra cosa, allí el tiempo se detuvo: un viejo piso, altas paredes de adobe, ventanas antiguas, “todo de la época, las cosas de ahora no sirven, no duran nada”, sala, comedor, 9 piezas conectadas entre sí (en las de un lado duermen las mujeres y en las otras, los hombres.
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Siempre así, desde que vivían allí doña Rosana, su esposo y sus 17 hijos —10 mujeres y 7 hombres—), patio interno, cocina con ollas, platos y cubiertos de los finos, los que duran toda una vida, lavadero de piedra y un solar con aguacates, limones, naranjos, mandarinos. Con cebolla, tomate, pepino y aromáticas. El mismo en el que se pasea Roberto, el loro que conversa (o grita) con los 5 de la casona y en el que viven también 12 gallinas ponedoras a las que alimentan con cuido, maíz y sobrados, 2 vacas y 1 ternera.
Los otros 4 del lugar son don Alberto —el mellizo de doña Marta— doña Elvia, doña Fabiola y don Luciano. “Somos los 5 beatos de la casa (de los 17 hoy viven 13; el mayor tendría 84 años y la menor tiene 64). Los demás tienen familia y viven casi todos en varios barrios de Envigado, otro en Bello y otro en Venezuela. “De los casados ninguno se vendría para acá, ni sus hijos ni sus nietos. Ninguno tomaría la casa, sino que la venderían cuando ya no estemos nosotros. Por eso le digo que durará a la par con el último que quede“.
Cómo no sentir amor por ese lugar, si en esos cuartos de techos altos nacieron los 17, “nada de hospitales, ni eso”. Si fue el lugar al que llegaron sus papás después de casados, pues antes de que don Luis María heredara el terreno que construyó vivían a unos 20 pasos, en la casa de los abuelos.
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Antes de que se levantara el primer edificio, cuando la transitada vía actual eran 2 rieles, como doña Marta recuerda de su niñez, del lado de su casa todo era fincas (la mayoría de la familia, por eso la llamaban décadas atrás y entre conocidos la loma de los Vasco) y del otro, propiedad de la comunidad de los Benedictinos: pura zona verde “y árboles a más no poder”. Si entre tanta naturaleza jugaban cuando niños a las comiditas o a armar casas en los platanares, a brincar en las mangas “de todas las formas posibles y que en los niños y jóvenes de hoy no se ven”.
El gusto por los animales ha sido tradición familiar. Aún se conservan en el solar los corrales donde don Luis llegó a tener hasta 50 cerdos. Con la llegada de nuevos vecinos, y por asuntos de salubridad, tuvieron que irlos dejando, al final les permitieron tener 4, “pero eso así ya no daba”. Vacas sí han tenido siempre de 2 a 3, perros eran entre 5 y 6, pero hoy son 2. El gato que había murió “y no los voy reponiendo, porque me da muy duro la muerte de los animalitos”.
A su hermano Luciano le pasa igual. Entre las tareas repartidas él se encarga de preparar el alimento de las vacas (Alberto las ordeña y también recolecta parte de ese alimento junto con Elvia, Fabiola plancha y Marta arregla casa, lava y cocina, aunque entre todos se ayudan). A don Luciano lo encontramos escuchando música y picando y mezclando lechuga, repollo, zanahoria, hierba y tronquitos de madera para las 2 vacas y la ternera.
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“Comen mucho, entre más se les eche, más comen. Toman aguamiel y aguamasa. La vida acá es especial, antes ahora estamos ahogados con tanto edificio, pero al menos uno está donde nació y dispone de muchas cosas, además de mucho espacio”, dice el que heredó de su papá la responsable tarea de velar por las productoras de la leche de la casa.
Esa con la que se alimentan ellos o que a veces venden a la gente, junto con quesito. La que recolecta doña Marta para sus cremas. Su mamá solo vendió de mora, pero ella le ha sumado a la lista unas cuantas de arequipe y otras de leche, maracuyá y algún otro sabor que se le ocurra. De nuevo junto al letrero de esos helados de $ 500 nos despidió y desde el balcón nos vio partir como unos más que utilizan la vía que hasta el momento no le ha quitado la magia a su encantador lugar.
Por Luisa Fernanda Angel
luisaan@gente.com.co