
Así empezó a brillar El Dorado
Fundadores del tradicional barrio El Dorado nos cuentan cómo este evolucionó, desde que le llamaban La Toro (nombre que a todos chocaba) hasta el buen vividero que es hoy. Historia.
Poco más de 56 años vivió ese laurel sembrado al frente de la casa de los Rave Uribe. Fue el año pasado, antes de que llegara a los 57 en diciembre, cuando, por complicaciones naturales y otras de infraestructura, tuvo que ser podado. Pero no se fue del todo; sus raíces y la base de su tronco se conservan aún sobre la cra. 42 (con cl. 40C sur) como prueba del origen de uno de los barrios tradicionales del municipio, esos donde su gente se define como envigadeña de cepa. En su tronco don Alfonso Rave instaló una placa que anuncia: “Nace El Dorado. Diciembre 1959”.
El señor llegó en esa fecha con la mujer con quien se casó hace 65 años, Lucila Uribe. Venían de El Poblado. Allá vivieron hasta que el Crédito Territorial les facilitó la adquisición de una propiedad en el todavía desaprovechado rincón de Envigado al que se pasaron con 5 de sus 10 hijos, en el que tuvieron a los otros 5 y en el que se instalaron para siempre. Allá se conservan como la tercera familia en llegar a la carrera 42, una cuadra despoblada, con vías destapadas y mangas arborizadas por donde se volteara a ver. Y allá, en la sala ya muy modernizada de una tradicional casona, nos recibieron para recordar sus primeros días en el barrio.
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En las mangas mencionadas jugaban los niños luego de sus clases en un colegio de religiosas, y en esas mangas también se rebuscaban la mecateada de las tardes, que variaba entre pomos, mandarinas y mangos. Y aunque los pequeños disfrutaban la nueva vida, para la pareja del hogar (él, oriundo de Girardota, mientras que su compañera de vida regresó a su natal municipio) acomodarse al comienzo no fue fácil.
Por ejemplo, no tenían servicio de electricidad y el agua no era limpia, en ocasiones bajaba con lombrices a los tanques donde la recogían y debían, por supuesto, hervirla en fogones de leña. Como vieron que no había iglesia para celebrar la misa se encargaron de dar forma (una decente y apropiada para fervorosas ceremonias) a una ramada en una de las esquinas del emergente sector.
Por la estrecha vía que lo atravesaba y que llevaba a Sabaneta (en ese entonces, corregimiento de Envigado) no entraban carros ni bestias y qué problema para los vecinos (en pocos días el número de familias superaba las 15), que trabajaban, casi todos, en Medellín.
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Menos mal el tiempo trae soluciones y con él llegaron unos carritos pequeños para transportarlos (se llamaban ‘arrieritas’), así como el servicio de luz eléctrica y, poco a poco, la instalación del acueducto. Sin embargo, las mejoras parecían no ser suficientes para este grupo de vecinos reconocidos en el centro del municipio y en Medellín por su oficio de obreros. Los llamaban ‘los de las palomeritas’, “ya que a nosotros nos recibieron como gente rara. Y vea, hoy vivimos en el que, al menos para mí, es el mejor barrio de Envigado“, afirma don Alfonso, que en 1959 —mientras trabajaba en Droguerías Aliadas— pagó 16.000 pesos por su casa esquinera.
dijeran lo que fuera, ¡qué vividero!
Esta es la casa de don Alfonso.
A pocos metros de su casa actual vive doña María Dolores Betancur. No fue precisamente miembro del grupo fundador, pero sí le tocó esa época en la que al barrio lo llamaban ‘el de obreros’, aunque también decían que era de jubilados. Como fuera, humilde y apenas surgiendo, para ella siempre ha sido tremendo vividero.
Llegó de Laureles hace 40 años con su esposo (fallecido hace 32), Juan Eugenio López, y sus 3 hijos. Eligieron este punto al sur de Medellín porque don Juan sufría del corazón y el médico le había recomendado una vida tranquila y silenciosa, contraria a la que llevaban en su antiguo sitio, por el que pasaban muy cerca los aviones.
Recuerda que la cancha de fútbol de El Dorado (tan famosa hoy por ser la segunda en importancia después de la del estadio del Polideportivo Sur) era solo un terreno con una barranca ancha para llegar al centro de Envigado, y si no era así tocaba dar una gran vuelta.
Su esposo solo disfrutó 8 años de la calma del nuevo barrio, pero esto no hizo que doña María se fuera. Al contrario, se quedó disfrutando por los 2, por los suyos en general, porque ni al crecer sus hijos quisieron dejar el municipio. Y eso que no fue sencillo para ella adaptarse cuando recién llegó, pues sintió que pasó de la ciudad a un pequeño pueblo “y resulta que este ‘pueblo’ es lo más hermoso que he podido conocer. Es un barrio en el que nadie se mete con nadie y todos son pendientes. Ahora estoy enferma y no deja de sonar la puerta de mi casa, la gente preguntando por mí. Esto por acá es muy unido y humanitario, además de seguro (siempre, donde sea, uno teme ser robado —ríe—), esto por acá es una delicia”, asegura.
Desde que llegaron los Rave Uribe, y demás fundadores, las casonas del barrio fueron siempre de 1 piso y variaban solo entre 3 o 4 colores. Doña María Dolores, en cambio, fue testigo del cambio. Un día su esposo empezó a levantar un segundo nivel, y fueron varios los que lo siguieron. Según sus cálculos, hace unos 30 años empezó a darse el cambio de casas tradicionales a edificios. “Y de todos modos la vecindad nunca se fue, la gente siguió unida, esto no nos afectó”, dice ella.
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Al parecer esa unión nació con el sector. Don Alfonso Rave siempre lo notó, pero lo pudo confirmar el día en que en las manos de los habitantes cayó una gran responsabilidad: bautizar el lugar que los había acogido y al que ninguno quería conservar con el que lo encontraron: La Toro, heredado de la finca que antes ocupaba el terreno.
Con frecuencia ya se venían haciendo reuniones entre las primeras familias; de hecho, ya tenían identificados quiénes se perfilaban a líderes. Así que la forma de escoger el nuevo nombre no podía ser otra: se juntaron los vecinos y se puso a votación. Don Alfonso no recuerda las demás opciones de la lista y tampoco por qué estaba en ella ‘El Dorado’. Lo cierto es que ese, con brillo propio, fue el ganador, y hoy por hoy en la ciudad (y pasa también por fuera de ella) no hay quien no lo haya escuchado mencionar. La historia y la rutina barrial viven en sus casas, sus edificios y, cómo no, en sus ya pocas casonas.
Luisa Fernanda Angel
Luisaan@gente.com.co