La historia de una vecina que tuvo cáncer de piel

La historia de una vecina que tuvo cáncer de piel

La historia de una vecina que tuvo cáncer de piel

A través de las historias de 5 pacientes la Fundación Cáncer de Piel Colombia busca educar sobre la enfermedad. Conozca la de María Cristina Restrepo*.

 

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Fue necesario que la doctora preguntara por teléfono si me gustaría escribir sobre mi experiencia con el cáncer de piel, para entender la trascendencia de lo que había sucedido.

Reconozco que dudé antes de comprometerme. Hace más de diez años padecí cáncer de seno, a raíz de lo cual publiqué un libro. Una experiencia difícil, aunque suene a lugar común: la sorpresa del diagnóstico, la incredulidad, los tratamientos, el dolor, la lenta recuperación. Los largos meses en una especie de limbo hasta regresar a la normalidad, a la vida de antes de que el azar, o los genes, o la falta de defensas, o lo que fuera, hubiera llegado con semejante sorpresa.

Entonces comprendí en mi interior algo que sabía intelectualmente: que esta cualidad de sorprender es una de las grandes constantes de la vida. Que ella se caracteriza por ofrecer lo inesperado en cuestión de un segundo, y que el fin de la vida no es algo que sólo les ocurre a los demás.

Fueron días de una intensidad que no puede olvidarse, de aprendizaje y de fortalecimiento de las relaciones con los familiares y amigos que se congregaban en torno mío. Pero también de aquellos que, obedeciendo a un prejuicio subyacente, juzgaban y condenaban: “tuviste cáncer porque te sentías culpable de algo”. “Tuviste cáncer porque viviste un mal matrimonio”. “Enfermaste de cáncer porque tenías rabia”. “Te dio cáncer porque no supiste manejar el estrés y se te bajaron las defensas”.

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No entendía la insistencia en asegurar que si me hubiera abstenido de actuar de tal, o cual manera, si hubiera hecho o dejado de hacer, si hubiera dicho o callado, la enfermedad se habría mantenido al margen y mi vida no habría estado amenazada, como si esto no ocurriera en todo momento. De haber obrado bien, mi familia no habría tenido que pasar por ese proceso doloroso para ella, y yo habría sido alguien tan normal como las personas sanas que dictaminaban sobre mi mala conducta.

Por esto, y quizás por un mecanismo de defensa que me llevaba a no querer saber nada más sobre esa enfermedad y sus implicaciones, me pareció que el cáncer de piel era una forma menor de la enfermedad. Como una gripe, digamos, comparada con una neumonía. O como una cirugía de amígdalas, comparada con una de corazón abierto. Influyó el hecho de que tantas personas de mi edad hubieran tenido cáncer de piel. Alguno de mis hermanos, una que otra amiga, sus maridos, conocidos.

Decisivo para ignorar lo que me había pasado, fue el silencio de aquellos acusadores del pasado. Esta vez nadie dijo nada. Ahora se encogían de hombros al saber que debía someterme a una cirugía. En lugar de señalar, aseguraban en algunos casos que ellos también habían pasado por una experiencia similar. Luego cambiaban de tema, como si no fuera necesario ahondar más en el asunto.

Indudablemente, tuvo que ver con mi negación inicial el entorno que me recibió cuando visité por primera vez la clínica especializada en cáncer de piel, atendida por una cirujana con merecida fama de excelencia. Al llegar me sorprendió la amabilidad de las personas que allí trabajaban, incluido el vigilante del parqueadero, un hombre joven que sonrió como si me dispusiera a entrar a una fiesta.

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No recibí ni una sola respuesta cortante, no hubo ninguna traba. Únicamente sonrisas, como si el sol de esa brillante mañana, los grandes árboles que rodeaban la edificación que antes había sido una casa de familia en un barrio residencial, el rumor de una quebrada, la tibieza del clima, conspiraran para hacerme creer que se trataba de una especie de agradable paseo.

Al subir a la sala de espera en el segundo piso, volví a encontrar los rostros sonrientes de las niñas que atendían, una máquina para hacer café, un botellón de agua, los asientos en hilera frente a un amplio ventanal por donde entraba la luz cristalina de antes del mediodía. Las personas que esperaban a ser atendidas tenían aproximadamente mi edad. Un sacerdote algo mayor, un par de señoras que también habían renunciado a pintarse las canas.

Si la sensación de calma era tan contundente afuera del consultorio de la doctora, al verla sentí una inmediata corriente de simpatía. Su rostro me era familiar. Tal vez la había visto en la Universidad cuando ella era estudiante y yo trabajaba allí. Quizás en alguno de los seminarios de medicina que organicé. Comprendí que estaba en las mejores manos profesionales y humanas. Acepté lo que propuso, firmé una autorización y regresé a casa dispuesta esperar tranquilamente el día de la operación, un procedimiento largo pero sin dolor, salvo los iniciales pinchazos.

La palabra cáncer, lo que se dice cáncer, aquella enfermedad tan atemorizante que había padecido años atrás, no aparecía en mi horizonte. Siguió sin mostrarse durante una convalecencia carente de molestias. Apenas ayer, cuando sonó el teléfono y oí la voz dulce de la doctora, sentí miedo. La sombra de la muerte había vuelto a asomarse a mi vida sin que yo hubiera querido reconocerla.

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De repente pesaron sobre mis hombros los once años transcurridos entre la primera experiencia y esta, para finalmente comprender que en ambos casos el fin de la vida se había insinuado con completa claridad. Era cuestión de tiempo, nada más.

Pensé que habría podido evitar esta forma de cáncer, cosa que no habría podido hacer con el de seno. O tal vez no. Nunca se sabe. En todo caso reviví los lejanos tiempos de las vacaciones en Cartagena. Las caminatas en bikini por la playa, bajo los rayos de aquel sol implacable. Volví a oír las conversaciones con las amigas alrededor de una piscina, a recordar cómo me esforzaba por alcanzar el bronceado perfecto, en la piel perfecta de una adolescente. Lamenté la falta de consciencia que teníamos en aquel tiempo sobre la necesidad de proteger la piel del sol y de otros agentes nocivos. Ni un anti solar, ni un sombrero, ni un pareo que cubriera las piernas.

La enfermedad me daba de nuevo una oportunidad para darle sentido a esta cosa frágil que es la existencia. Qué tan larga o tan corta sea, es un interrogante sin una clara respuesta, al menos por ahora.

Gracias a lo sucedido, vuelvo a recordar la importancia de guardar respeto por este cuerpo en el que habito, recibiendo de manera consciente las lecciones que a diario me ofrece. Debo vivir consciente de los motivos para crecer y esperar sin temores un final que de aquí en adelante no dejará de insinuarse una y otra vez.

Para conocer el resto de historias visite la página web www.cancerpiel.co

*María Cristina es escritora, docente, gestora cultural y traductora de textos literarios e históricos.

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