Con don José llegó el arte de la alfarería a Envigado

Con don José llegó el arte de la alfarería a Envigado

Con don José llegó el arte de la alfarería a Envigado

El hoy vecino de El Chinguí aprendió la técnica junto a expertos del Valle del Cauca y la trajo a Envigado. Fue maestro de grandes ceramistas. Conózcalo.

Eligió la comodidad de su cama para recibirnos la visita. Sentado en el borde de ella, con los pies apoyados en el suelo y añorando tenerlos todavía sobre el torno con el que creó piezas de barro, sueños y una larga vida en familia, don José Félix Ibarra Bernal habló de cómo llegó con él la alfarería a Envigado.

Tiene 89 años y una memoria cargada de pequeños detalles. Los recuerdos que se han ido no se comparan con los que conserva intactos, como si él mismo les hubiera dado forma con sus dedos, con ese saber que adquirió muy joven en Palmira, Valle, a unos 450 km de su natal Pasto (Nariño). Así nos lo contó él mismo.

Y una cosa llevó a la otra… y a otra
Siendo un muchacho José se fue para el cuartel; el servicio militar lo prestó en Cali, y mientras lo hacía murió su abuela María, su adoración. Nadie le quiso avisar y cuando volvió fue tanta la rabia con sus familiares, que empacó de nuevo su maletín, se lo echó a la espalda y arrancó. Lejos de todos.

La primera noche la pasó debajo de la banca de un parque, se cobijó con una bolsa de papel grueso, de esas de azúcar, y al día siguiente fue a misa, le rezó a la Virgen del Carmen, se dio la bendición y empezó a caminar hacia su nuevo destino. ¿Cuál? Ni él sabía, lo que importaba en ese momento es que un camión le paró y lo llevó por $ 10 a Palmira. Había escuchado antes que allá le iba bien a la gente trabajando, debido a la gran cantidad de ingenios.

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Un día, caminando por allá, un montón de cerámicas recostadas en paredes de una casa de puertas abiertas lo detuvo. Le puso conversación a la dueña de la casa y esta terminó ofreciéndole trabajo. Pero por cosas que llevaron a otras, José terminó trabajando para el compadre de su nueva conocida.

En ese lugar ocurrió algo que hoy todavía le causa gracia y hasta lo impresiona: “Antes, cuando estaba en el cuartel, una vez vi cómo 4 tipos aporreaban a un señor. Lo ayudé y lo llevé a su casa. Su mamá me agradeció mucho. Y ese hombre, Pedro, estaba en la casa de Palmira a la que llegué a trabajar. Me reconoció, me contó quién era, recordó la escena de ese borrachito golpeado. Hicimos una amistad única”.

Pedro, al igual que su nuevo patrón y otros hombres más, trabajaba el barro. Ya él se había fascinado con las piezas de cerámica de la casa anterior y quería saber cómo las habían elaborado, y “al ver a Pedro cómo lo hacía se me metió en la cabeza que tenía que aprender. Cuando él salía yo me pegaba del torno y así fui aprendiendo. Luego fui su ayudante. Un día mi maestro alfarero se fue y quedé yo con el saber”.

Un poco mayor, a los 21 años, su talento fue conocido por un hombre de Copacabana (Antioquia), justo donde lo conocieron en otra ocasión Jairo Bermúdez y Pablo Ochoa, que no dudaron en llevarlo a Caldas a la locería colombiana (la fábrica de las vajillas de Corona), donde el trabajo seguía siendo manual, pero José con su manejo del torno de pie revolucionó la producción, pasando de unas 15 piezas pequeñas al día a más o menos 200.

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Su nueva vida en Caldas le puso en el camino a Mercedes Vanegas, una vecina por la que sintió un corrientazo en la mano al dársela y por la que le pidió a la Virgen del Carmen poder llevarla al altar. El milagro se le dio, como también a nosotros el milagro de que sus manos llegaran con tanta sabiduría y destreza, pues, por asuntos del trabajo de su suegro, don José se vino de Caldas y acá nacieron sus 6 hijos (3 mujeres y 3 hombres, de los cuales solo 1, Juan Diego, nació con su arte en las venas).

Vivieron en Barrio Mesa, pero fue en Guanteros donde el alfarero se dio a conocer. En ese sector, después de haber recorrido calles envigadeñas y de Medellín vendiendo tinajas y jarrones de barro y otras piezas que muchos no entendían ni para qué servían, montó su taller y fábrica.

El Materero, como lo apodaron con cariño en la plaza de mercado (cuando ya habían entendido que esos objetos que desconocían eran materas), hizo del barro el sustento de la casa. Y con su conocimiento formó a artistas de la talla del ceramista Pablo Jaramillo.

Una caída en su torno fue la única capaz de ponerle freno a su pasión. Tan grave fue, que le quedó prohibido darle vida a una nueva pella. Hoy esa determinación le duele —y tal vez más que el accidente—, pero entender que su saber y su legado no se cayeron con él, que los siguen formando las manos de un Ibarra Vanegas, es lo que lo vuelve a hacer sonreír.

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Por Luisa Fernanda Angel
luisaan@gente.com.co

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