Una larga pero muy bien recompensada fila

Una larga pero muy bien recompensada fila

Una de las cosas que más me llaman la atención viajando por el exterior, es que los restaurantes más apreciados y exitosos, llenos de sol a sol, raras veces visitados por turistas, no figuran en las listas de los mejores,  ni guías, ni tienen premios exhibidos en los muros. Allí donde reinan la buena comida casera y familiar es fácil encontrarse artistas, empresarios, dirigentes,  escritores y figuras de la sociedad, sentados con obreros, sindicalistas, hippies, jubilados y familias; la gente va a comer bien y llenarse de placer. Su cocina es ajena a la moda, su arte: la sazón,  porciones abundantes, vinos de la casa en vaso, ambiente sencillo, acogedor, amistoso y bulloso. Todos parecen conocerse y ser amigos del dueño.

Eso sentí la primera vez que fui a C&C Camarones, un restaurante con nombre de pescadería al que llegué tentado por las largas filas que veía al frente cada vez que pasaba por la 65 cerca a la 33, camino a la casa de los suegros. Los primeros indicios que me antojaron los recibí de taxistas que describían su comida haciéndome babear, luego confirmados por algunos amigos sibaritas conocedores y finalmente por mi mujer que tras oír muerta de envidia lo que hablaban sus amigas, como se dice en plata blanca, me ordenó llevarla porque delira de emoción ante unos buenos mariscos o un pescado frito.

La sorpresa fue absoluta. Nos atendió Carlos el dueño que casi siempre le hace comer a uno lo que él cree que debe pedir atendiendo a lo que parece una nueva sicología digestiva: “usted tiene cara de comer triptongo, los pelados patacón con camarones y su señora mis famosos langostinos al ajillo”. Este señor es un mago. Después me enteré que detrás de este genio con ingenio, está Adriana su mujer, con razón. Es fácil darse cuenta, quién manda en cada casa, como en la mía donde a duras penas puedo opinar del clima.

Después de esa visita nos ha costado mucho ir a otros restaurantes de comida de mar. Ya entendí las largas filas. La aventura empieza con los jugos de gulupa y fresa, el de aguacate (que solo había tomado en Cúcuta), los combinados y otras gratas sorpresas.

Pero la fiesta para los sentidos llega con la comida, una experiencia nueva de sabores tan inauditos como idílicos. Me enamora ver a mi mujer tan sofisticada, chorreada hasta el cogote, chupándose los dedos y raspando el plato; que rico que la vieran sus exquisitas amigas de colegio bilingüe.

Se debe llamar a reservar y preguntar por las especialidades del día por si tiene algún antojo, pero en su carta del diario va a encontrar: cazuela de mariscos, sancocho de bagre o de salmón, camarones o calamares apanados, ensaladas marinas, paella y arroz marinero, camarones al ajillo, ceviches, gratinados, atún, trucha, pargo y tilapia, etc. Los fines de semana y en fechas especiales ofrecen varios platos tan imaginativos como ricos: “cochón mediterrané”, fríjoles o mondongo con agregados marinos, pepinos gratinados rellenos de mariscos, en fin, una locura de rechupete como dicen mis peques.

Cada vez me convenzo más de que al saber le llaman suerte. Definitivamente este tipo de negocios son los que expresan mejor la madurez gastronómica de Medellín. Si algún día mi media naranja me deja montar el restaurante que me sueño, no tengo la menor duda de que va a ser inspirado en paraísos para el paladar como este. Si va, ármese de paciencia y de juegos en su celu ya que es muy probable que le toque hacer una larga pero muy bien recompensada fila.

Nota: por ir tanto, Carlos y Adriana ya nos conocen aunque “no saben quién soy yo”. Reciban esta nota como un humilde agradecimiento de nuestra familia. Nos han hecho muy felices.

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